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lunes, 9 de noviembre de 2009

20 años ya

«Sólo desde ese día me he sentido realmente libre»
(Hans Conrad Schumann)


El pequeño Conrad estaba tumbado boca bajo en el salón, con los pies doblados hacia arriba, golpeando el sofá, mientras miraba las noticias, como cada tarde, en la nueva televisión en blanco y negro; y digo miraba porque no comprendía nada de lo que allí decían, sólo era un niño de 8 años, cosa que no entendían sus profesores, que con tanta dedicación intentaban llevarle por el buen camino del socialismo.

-¿Cuándo entrará en vigor? -preguntó el periodista extranjero.

El hombre de la tele dudó, de eso no le habían informado, así que para salir del aprieto, dijo lo primero que se le pasó por la cabeza:

-En cuanto lo diga, inmediatamente.

Conrad no sabía exactamente lo que eso significaba, entre sus deberes no estaba saber cómo era el mundo que lo rodeaba, intuía que era algo importante, algo que debería comunicar inmediatamente, así que corrió la pequeña distancia que separaba el salón del dormitorio de sus padres gritando no sé qué del muro por la tele.

Peter estaba peleándose con el cableado de la vieja radio que se negaba a seguir funcionando, tenía medio culo sobre el taburete, el otro medio pegado a la cama y la barriga aprisionada a la mesa donde solía resucitar los pocos electrodomésticos que tenían. Llevaba concentrado dos horas, en una intensa pelea del hombre contra la máquina, y estaba a punto de arreglar el maldito cacharro, un último paso, muy delicado y ya est... ¡no sé qué del muro por la tele!, ¡no sé qué del muro por la tele!

Dos horas tiradas a la basura.

-¿SE PUEDE SABER QUÉ COÑO TE PASA? ¡TE HE DICHO QUE SIEMPRE QUE ENTRES EN NUESTRO CUARTO, LLAMES PRIMERO A LA PUERTA!

-Es que han dicho por la tele no sé qué del muro que si se puede pasar al otro lado.

Las centésimas de segundo maldiciendo las tonterías del crío se convertían en décimas pensando en la nueva ocurrencia del gobierno para engañar a la gente, y terminaron siendo unos segundos de duda, de esperanza. Se levantó y fue hacia la televisión esperando encontrarse con una nueva desilusión. Pero en la tele, no se hablaba de otra cosa, no podía ser. Corrió a la cocina a decírselo a su mujer, Katrin, pero allí no había nadie, se acordó, reunión de madres de alumnos por el socialismo, como todos los jueves.

Fuera, se oía ruido en la escalera, abrió la puerta y los vecinos desfilaban inmersos entre la seriedad y la alegría contenida, esperada durante años de opresión. La señora Fechter, la vieja arpía, amargada y agria Señora Fechter, le agarró del cuello de la camisa y como si ese día se hubiera inyectado lo mismo que la campeona nacional de halterofilia, lo sacó del umbral de la puerta al descansillo, le dio un sonoro beso en la mejilla y dijo entre lágrimas:

-¡Por fin!, ¡por fin!, ¡el muro!, ¡se acabó!

Estaba sucediendo. Esa misma mañana, cuando se fue a trabajar, asqueado por ese café tan malo, tan caro y tan escaso, no podía imaginar, ni por asomo, lo que esa misma tarde iba a suceder. No puede ser, seguro que cuando lleguen al paso fronterizo, les dirán que no. Así tan rápido, tan de repente, estas cosas no pasan, y menos con éstos ¿y ésta a qué coño espera para venir de la reunión? Capaz es de haberse ido ella sola al otro lado y haberse ligado ya a un occidental que tenga un Mercedes, fíate tú de las del partido. Por si acaso se vistió con la ropa que no se ponía desde la boda de su hermano e hizo que su hijo hiciera lo mismo, Katrin podría llegar en cualquier momento.

Oyó el ruido de las llaves y saltó del sofá hacia su esposa. Se miraron, no hacía falta decir nada más, no obstante ella decidió terminar con ese momento histórico-familiar:

-Nos hemos enterado durante la reunión, estábamos discutiendo cómo recaudar fondos para un nuevo busto de Karl Marx cuando nos han dado la noticia. Hemos suspendido la reunión inmediatamente para ir al muro. Es increíble, todo el mundo va hacia el muro, las calles están llenas de gente, ¡es como en año nuevo!

Bajaron las escaleras sin darse cuenta, navegando por los pensamientos de la nueva vida que se abría ante ellos, ni siquiera se acordaban si habían cerrado la puerta de casa, pero qué importaba eso ante la historia.

Cuando empezaron a aproximarse al muro, la gente estaba empezando a treparlo; los menos osados estaban pasando hacia el otro lado por el paso aduanero. No pudiendo avanzar más entre la gente, Peter decidió cumplir una de sus antiguas fantasías de adolescente rebelde, subirse al muro. Si esperaba unos días, lo mismo no quedaba nada de éste. A su mujer se le escapó un suspiro de reprimenda, a ver si te vas a caer, pero qué más da.

Cuando consiguió poner los pies encima del muro y enderezarse se dio cuenta de que todavía tenía la mano dada al hombre que le había ayudado a subir. Bienvenido al oeste, le dijo, y ambos se fundieron en un abrazo. Peter se había casado con una guapa e inteligente enfermera, y en sus años adolescentes había follado con la tía más buena de su instituto y tenía un hijo sano; sin embargo, abrazado a aquel desconocido de bigotes con hombros de ex luchador y barriga de camionero, estaba teniendo el momento de mayor alegría en su vida.

Desde arriba se veía el otro lado, calles llenas de gente, de fiesta, cervecerías abiertas, coches pitando, banderas, pensó en subir a su familia, pero casi que mejor que no, por la cara que ponía Katrin.

Así que bajó y se dirigieron al ahora menos congestionado paso fronterizo. Un par de personas delante y ya estarían al otro lado.

Y su hijo tendría más o menos la edad que ellos cuando construyeron el muro, entonces no sabían tampoco lo que eso iba a significar en su vida, pero Conrad podría tener todo aquello que ellos en su adolescencia no vivieron, ir a una universidad del oeste, salir por discotecas, tomar drogas, escuchar música Rock, en fin, todo eso que los jóvenes de occidente deberían hacer.

No se sabe muy bien cómo, su documentación llegó a manos del policía, pasado este momento interminable, el agente les diría, ¡No! ustedes no pueden pasar o ya han pasado demasiados por hoy, inténtenlo mañana, pero simplemente dijo, Pasen.

Y llevados por la marea humana, terminaron en la improvisada terraza de verano en pleno noviembre berlinés donde con sólo contestar sí, somos del este, un desconocido te ponía una jarra de cerveza en la mano, te daba un abrazo y brindaba por que las cosas no volvieran a ser como antes. Katrin pensó en el día siguiente, tendrían una resaca monstruosa y habría que añadir una tremenda falta de sueño, ni siquiera habían cenado, pero qué importaba todo eso esa noche.

Jesús Pastor Durán